19 de enero

el lunes 19 de enero, desperté con la imperiosa necesidad de llamarte y me encontré con que había olvidado tu número.

había borrado cada huella de ti, cada rastro, cada señal física que me marcase el camino de regreso a cuando nosotros hablamos de la lluvia, el rock and roll y los gatos. de tus traumas y los míos, de eso se trataba todo, por aquel entonces.

pensé incluso en una canción de george harrison que me hizo pensar en ti hace unos días, y me di cuenta de que estaba mirando al vacío con cara de huevón que lo ha perdido todo y se acaba de dar cuenta.

el 19 de enero no pensé en pedirte perdón ni pedirte que regreses; pensé, no obstante, en llamarte y preguntarte qué querías cenar esta noche mientras veíamos qué película. porque soy un cursi de mierda, un alelado de las cosas cotidianas, de los placeres pequeños (que no son pequeños, puta madre), de los que recuerdan el primer día que nevó en su vida.

quizás aquel lunes desperté con la certeza de saber algo que alguna vez me preguntaste. quizás ahora tenía la respuesta. quizás ahora podía estar seguro. pero no podía llamarte, porque te eliminé de mi agenda, tiré tus cartas y borré a golpe de cerveza, vodka, ron (lo que cayera en mis manos) la secuencia correcta que me diera, ahora, en esta mañana de un lunes helado, el acceso a tu voz diciéndome que me vaya a la mierda.

no, aquel lunes por la mañana, por más que se me antojaba, no me levanté a mirar por la ventana cómo caía la nieve sobre los árboles. en cambio, me enrollé otra vez entre las sábanas con la memoria de tu sexo metida en los sesos, como si aún pudiera oler, saborear una dimensión no cifrada de tu realidad que se resistía a abandonarme.

me masturbé con el pretexto de quitarme el frío. me agité al eyacular y susurré algo incomprensible, que, creo, era tu nombre. me quedé inmóvil, con la mirada clavada en el techo, solo, con frío, con la necesidad de llamarte, y con la vergüenza de ser quien yo era.

relato en 3 partes

[publicado en: donde he estado]

(I)

Estoy soñando.

Estoy en la ceremonia de unos premios de cine. Son los Oscars. Hay muchísima gente en el teatro, que está repleto, y llego a ver, desde donde estoy sentado, a mis actores favoritos. Visto un esmoquin negro, a la medida y me extraña no llevar lentes. Parece que nadie me acompaña.

Una voz anuncia que he ganado un premio y, por alguna razón, ya me lo esperaba. Subo, emocionado, a aceptarlo, y en el camino decido que me lo he llevado porque he dirigido el Mejor Documental de este año. La gente empieza a aplaudir.

(II)

Estoy frente al micrófono. Desde aquí puedo ver a toda la gente, incluso a la que está sentada en los palcos. Entonces es cuando me doy cuenta de que estos no son los Oscars, sino los Goya.

Y cuando abro la boca para hablar digo, con un perfecto acento español:

«Quisiera aprovechar este momento para darle voz a aquellos que no pueden estar aquí, a aquellos que quizás no pueden consumir cultura, porque su consumo está limitado a las necesidades básicas.

Cada día, en las portadas de los periódicos, vemos cómo los números de desempleados, de desahucios y pensionistas que no se pueden costear un tratamiento médico van en aumento. Detrás de esos números hay personas y esas personas tienen historias. Algunas mucho más duras que la de Claudia (he decidido que así se llama la mujer sobre la que va el documental).

Un gobierno que recorta derechos y libertades no es un gobierno ni democrático ni representativo. No dejemos que nos engañen; recuperemos lo que es nuestro».

Termino y me doy la media vuelta. Y la gente aplaude otra vez, pero mucho más fuerte Las luces me siguen hasta que, finalmente, abandono el escenario.

Y despierto.

(III)

Estoy en el tren, mirando por la ventana y pensando en el sueño que acabo de tener. Veo mi reflejo en el cristal de la ventana y me limpio un poco la cara. Al abrir los ojos otra vez, me encuentro con un señor frente a mí que extiende la mano, pidiendo dinero. Se limita a extender la mano, mirarnos (a mí y a la persona de al lado) y, en voz muy baja, con un poco de vergüenza, decir «Una ayuda, por favor».

La señora que viaja junto a mí lo mira de arriba a abajo, lo examina; finalmente parece decidir que ese hombre le da asco, le causa repugnancia y quizás también le hace sentir vergüenza. Así que se reacomoda en su asiento mientras se aferra, también, aunque disimuladamente a su bolso, que me parece asquerosamente lujoso.

Yo no tengo dinero porque hace tres meses que no cobro. El jefe me dice que, con los tiempos que corren y tal y como están las cosas, tengo suerte de estar haciendo las prácticas en algún lugar. Papá dice que no le diga nada porque me podría despedir. Papá es quien me manda una mínima cantidad de dinero para los gastos del mes. Ese dinero se reduce ahora a las últimas monedas que llevo en el bolsillo y que, al ver a este hombre en el tren, he querido buscar para dárselas. Pero meterme la mano en el bolsillo solamente ha servido para descubrir que tengo acceso directo a mi pierna por un agujero del tamaño  de una pelota de tenis. No, no suelo tener suerte.

Entonces miro a aquel hombre. Y él me mira a los ojos en respuesta. Y parece entender por qué no puedo darle nada sin necesidad de haberle dicho que no podía. Pero no entristece y sigue con la mano extendida. Entonces lo entiendo. Y le estrecho la mano mientras él sonríe y me da las gracias, que no importa, que tenga un buen día, a la vez que la mujer de al lado nos mira al borde de un ataque de nervios. El hombre se despide y se cambia de vagón sin quitar la sonrisa de su cara.

Estoy en el tren y me sorprendo sonriendo. A pesar de todo, sonrío.

──────────

2013-09-15 20.21.11

¿cómo andas?

De pronto, con toda esta angustia, los malos ritmos de sueño, la sensación de ansiedad que parece que nunca se va, que no te deja tregua, que se manifiesta, además, de la manera más horrible, con los tics, con los recuerdos de horrores y de emociones desagradables. De pronto, con todo eso a cuestas, un día, alguien se acerca, sonriendo, y te dice «hola, ¿cómo andas?», pero nunca has escuchado cómo esa frase es tanto en tu vida como justo ahora, en este instante preciso, que es una invitación más profunda de lo que parece y que, sobre todo, ya no es una persona quien pronuncia esa frase, sino una serie de posibilidades aún por explorar, por vivir, por disfrutar o sufrir, por sobrevivir; que, aparte de lucir bastante atractivas, por su puesto, son arriesgadas o lucen arriesgadas, mejor dicho, y no obstante, tú sabes que te quieres lanzar, que quieres correr esa distancia, quieres jugarte la última mano y tirar los dados para que salga lo que tenga que salir. Es un sentimiento de arrojo, de pronto, de sentirse arrojado a la vida, si cabe la expresión, claro, arrojado con fuerza y sin gentileza, violentamente hasta chocar, hasta colisionar, hasta que, como dos proyectiles, dos vidas se encuentran, la tuya, que sentías que abandonabas y la de esa otra persona. Esa otra vida llena de historias y momentos, de sonrisa y carcajada, pero de llanto y desconsuelo, o quizás no, porque no lo sabes, claro, solo lo puedes presumir, tener corazonadas al respecto, pensar y repensar sobre ello, pero por ahora ese conjunto, esa puerta de salida que va cambiando y se reconvierte una y otra vez dejando más puertas abiertas, es esa chica, en el tren, un jueves por la tarde en la que el sol quema con fuerza y en la que, ella, y su vida, ha querido colisionar con la tuya, y se ha acercado a ti y te ha dicho «hola, ¿cómo andas?»

(Foto: Instagram)

una historia

tumblr_mrzwmaOQ9y1sed05ao1_500

He venido
a contarles la historia
del hombre que llega
y dice: Hola,
he venido a contarles una historia.
Y a la mitad
deja, se va, abandona.

He ahí la tristeza
de quien no sabe despedirse,
pero se ha estado yendo
siempre.

He ahí la tristeza
de los que no sabemos decir
adiós.

He venido
a contarles mi historia,
que se convierte en el lamento interminable
en la emoción intensa
en la calma, en la quietud
del viaje a ninguna parte,
en la risa repentina,
en la emoción dulce de
lágrimas saladas,
recuerdos amargos,

que se convierte en la historia de miles de vidas
y los viajes de esas vidas
y los cielos de esas vidas
y el llanto de esas vidas.

He venido a contar algo,
a decir algo,
sobre todo,
pero especialmente sobre eso,
sobre lo que ya no puedo decir en voz alta,
algo como lo que pasa
cuando busco decir

simplemente
adiós.

de «La confesión de un escritor», de Guillermo Thorndike

(…)Somos muchísimos dentro de mí. Gobernar mi vida sin la aguda necesidad de un siquiatra es parte de mi trabajo como escritor, oficio a tiempo completo, a tiempo total, en la vigilia y en el amor, en la duda y en el sueño. Escribir, por lo tanto, es mucho más que el ejercicio de una profesión. Es una actitud, un modo de vivir una perpetua atención, una indagación que rara vez encuentra respuesta. Los escritores somos coleccionistas de historias o, como dice Schnier, el payaso de Heinrich Boll, coleccionistas de momentos. No sólo se escribe escribiendo.(…)También se escribe de cabeza, en las mesas de los cafés o cuando se pone el sol o al imón del automóvil. Y se escribe sin escribir, mientras se es nada más que testigo de hechos intrascendentes o mientras uno se empapa sensorialmente de la vida. Tragar el bocado, zambullirse en la ola, acariciar el pétalo, respirar la ciudad, cansarse en la calle, todo es escribir para el escritor porque a diferencia de otros no puede, no debe olvidar. La distracción no le está permitida. Mezcla de anticuarios y adivinos, los escritores somos importantes. No pretendo sugerir que estemos por encima de nadie. No es necesario trepar un pedestal, volverse mármol. Escribir no nos hace mejores o peores. En todo caso, juzgados por los códigos convencionales, los escritores podemos ser peores que los demás. De la Literatura proviene un famoso número de locos y suicidas, de alcohólicos, epilépticos e incestuosos, de jugadores y consumidores de drogas. Sin embargo, la Literatura ha dado pocos asesinos. Atentamos contra la sociedad, no contra el hombre. Contando historias la vamos descubriendo imperfecta, complacida, abominable.  Porque somos importantes pero no exactamente necesarios, a veces se nos persigue, encarcela, destierra y fusila.(…)

─Guillermo Thorndike

estoy harto

Necesito desahogarme y qué mejor rincón que este.

Imagen

Con el tiempo te das cuenta, después de la rabia de escuchar que tu país es denominado (incluso autodenominado) parte del tercer mundo, que eso del tercer mundo es un estado mental.

Este estado mental consiste en creerte que lo que digas no vale para nada, que lo que hagas no sirve y que dejes en manos de hombres que se aferran al poder con mentiras (una peor que la otra y así cada vez) la gestión del poder que crean tus manos al marcar una equis en una boleta electoral.

Yo sé que hay mucha gente sufriendo o que está harta, desesperada, desesperanzada. Yo sé eso. Yo lo he visto. Lo que no había visto antes es cómo quien está (dizque) gobernando cómodamente desde un sillón gigantesco y fumándose un puro se había encargado de degradar a esa persona a tal punto en el que ésta se encuentre sin salida.

Ahora comprendo también que tercer mundo son esas personas estoicas y reaccionarias que defienden a su candidato, que no se informan pero aún así opinan y defienden como si su obligación fuere a aquellos que amordazan visiones diferentes a las suyas. Ah, los partidistas. Ah, la irresponsabilidad social. Ah, la desidia generalizada.

Nada, absolutamente nada -y repito: nada- justifica que este grupo de maleantes tercermundistas que nos miran desde arriba implanten sus cambios ideológicos, sus cambios retrasados y sus medidas antidemocráticas. ¿Acaso cree alguno qu,e cuando la economía mundial se recupere, los conservadores dirán: ah, sí, es cierto, ya no es necesario privatizarlo todo, desahuciarlos a todos y vender al país como si de una atracción turística se tratase?

Francamente esto -todo- es una mierda. Estoy harto de que hasta ahora no seamos capaces de afrontar la situación y exigir nuestros putos derechos. Porque sí, también es eso cierto, que quien ve desesperación la aprovecha para sus propios fines y los mensajes realmente importantes se pierden entre tanto humo. Tu país no es solamente un mundial de fútbol, ni una historia que tienes mal aprendida, ni el vino, ni mucho menos. Tu país es más bien tu constitución. Y si a tu constitución y a tus leyes se las pasan por los huevos como vienen haciendo desde hace ya buen tiempo los gobernantes de turno, entonces están haciendo lo mismo contigo.

El tercer mundo es quien se aferra a la esfera política de un sistema podrido. Eso es.

Y yo estoy harto.

Publicado originalmente en: Pastillas de Colores.