relato en 3 partes

[publicado en: donde he estado]

(I)

Estoy soñando.

Estoy en la ceremonia de unos premios de cine. Son los Oscars. Hay muchísima gente en el teatro, que está repleto, y llego a ver, desde donde estoy sentado, a mis actores favoritos. Visto un esmoquin negro, a la medida y me extraña no llevar lentes. Parece que nadie me acompaña.

Una voz anuncia que he ganado un premio y, por alguna razón, ya me lo esperaba. Subo, emocionado, a aceptarlo, y en el camino decido que me lo he llevado porque he dirigido el Mejor Documental de este año. La gente empieza a aplaudir.

(II)

Estoy frente al micrófono. Desde aquí puedo ver a toda la gente, incluso a la que está sentada en los palcos. Entonces es cuando me doy cuenta de que estos no son los Oscars, sino los Goya.

Y cuando abro la boca para hablar digo, con un perfecto acento español:

«Quisiera aprovechar este momento para darle voz a aquellos que no pueden estar aquí, a aquellos que quizás no pueden consumir cultura, porque su consumo está limitado a las necesidades básicas.

Cada día, en las portadas de los periódicos, vemos cómo los números de desempleados, de desahucios y pensionistas que no se pueden costear un tratamiento médico van en aumento. Detrás de esos números hay personas y esas personas tienen historias. Algunas mucho más duras que la de Claudia (he decidido que así se llama la mujer sobre la que va el documental).

Un gobierno que recorta derechos y libertades no es un gobierno ni democrático ni representativo. No dejemos que nos engañen; recuperemos lo que es nuestro».

Termino y me doy la media vuelta. Y la gente aplaude otra vez, pero mucho más fuerte Las luces me siguen hasta que, finalmente, abandono el escenario.

Y despierto.

(III)

Estoy en el tren, mirando por la ventana y pensando en el sueño que acabo de tener. Veo mi reflejo en el cristal de la ventana y me limpio un poco la cara. Al abrir los ojos otra vez, me encuentro con un señor frente a mí que extiende la mano, pidiendo dinero. Se limita a extender la mano, mirarnos (a mí y a la persona de al lado) y, en voz muy baja, con un poco de vergüenza, decir «Una ayuda, por favor».

La señora que viaja junto a mí lo mira de arriba a abajo, lo examina; finalmente parece decidir que ese hombre le da asco, le causa repugnancia y quizás también le hace sentir vergüenza. Así que se reacomoda en su asiento mientras se aferra, también, aunque disimuladamente a su bolso, que me parece asquerosamente lujoso.

Yo no tengo dinero porque hace tres meses que no cobro. El jefe me dice que, con los tiempos que corren y tal y como están las cosas, tengo suerte de estar haciendo las prácticas en algún lugar. Papá dice que no le diga nada porque me podría despedir. Papá es quien me manda una mínima cantidad de dinero para los gastos del mes. Ese dinero se reduce ahora a las últimas monedas que llevo en el bolsillo y que, al ver a este hombre en el tren, he querido buscar para dárselas. Pero meterme la mano en el bolsillo solamente ha servido para descubrir que tengo acceso directo a mi pierna por un agujero del tamaño  de una pelota de tenis. No, no suelo tener suerte.

Entonces miro a aquel hombre. Y él me mira a los ojos en respuesta. Y parece entender por qué no puedo darle nada sin necesidad de haberle dicho que no podía. Pero no entristece y sigue con la mano extendida. Entonces lo entiendo. Y le estrecho la mano mientras él sonríe y me da las gracias, que no importa, que tenga un buen día, a la vez que la mujer de al lado nos mira al borde de un ataque de nervios. El hombre se despide y se cambia de vagón sin quitar la sonrisa de su cara.

Estoy en el tren y me sorprendo sonriendo. A pesar de todo, sonrío.

──────────

2013-09-15 20.21.11

quiero un beso de Emma Watson

Ya la veía yo por primera vez en la primera película de la saga del mago de la varita y de la frente partida o de la señal de la frente que sería un Caín sin hermano y un Caín sin pecado. Era ella y era yo también el que quedaba embobado así sin poesía frente a la pantalla de cine cuando salió a cartelera la cuarta entrega de la misma película y con su añadido de un vestido rosa y una mirada coqueta, sin contar el peinado, claro. Era ella y era yo el mago que corría a su lado y el que la veía crecer y decir sus frases que ya quedaban como célebres, que ya la gente citaba, figúrate tú, de un momento a otro. Era más que todo yo el que soñaba con que su cabello caería un sola vez sobre mi mejilla mientras ella sonreía y me decía de alguna manera con esos ojos y con todo lo demás que más allá, lejos, donde se perdía el sol y donde se perdía todo podíamos ser también unos perdidos tratando de encontrar el camino. Era yo quien la soñó gritando mi nombre y corriendo hacia mí, representando siempre a la chica que no busco, pero tal vez por eso no encuentro o no sé. Pero era yo, y era ella ahí, quien la soñó besándome una sola vez. Y después de eso. Magia.

Conocernos. O no.

Y ahora que lo plantean. Dime, Sabina, ¿cómo nos conocimos?

Digamos que nos conocimos en una biblioteca, recurso aburrido y cliché hasta más no poder. Yo me acerqué a ti (porque así va la costumbre) y te dije que yo te podía ayudar a encontrar el Kamasutra pero sin necesidad del libro. Entonces, claro, me frenaste y me dijiste que yo era de los que solamente se emocionaban en la Fiesta del Chivo o con el chivo que hace fiesta.

¿Dónde fue? ¿Cómo fue?

Ahora me dices que fue de película. Que fue cuando yo tenía un auto no tan bonito, pero sí  bien tuneado y cuando tú trabajabas en una gasolinera y no, no le hiciste un lavado a mi carro en bikini, sino que yo, otra vez yo, te pedí que me llenaras el tanque, pero eso sí, nunca que me midieras el aceite. Escena de película, con su cursilería incluida, como en Titanic y nosotros siendo los reyes del mundo.

La verdad es que no sé. Pero tú te acuerdas. Anda, dime.

Nos conocimos en un ascensor. En el edificio en el que tú trabajabas. Nos miramos de reojo. Me hiciste hola y entonces te empecé a acosar, a perseguir. O eras tú la que perseguía. Sí, creo que eras tú. Que me tocaba la puerta de la oficina incluso para pedirme unos terroncitos de azúcar misma vecina de la vecindad del Chavo. Pero no, no pudo ser normal.

Por favor, dime.

Yo era un asesino y debía ir a tu casa. No sé por qué pero debía ir a tu casa y matarte. Entonces como en todas las películas de terror escuchaste un ruido que provenía de la sala y saliste a inspeccionar vestida con la pijama más chiquita que tenías y te sorprendiste de haberte encontrado con un tipejo maltrecho que se quejaba de dolor porque le había quedado mal la entrepierna después de una sesión horrible en bicicleta.

¿Y así nos hicimos amigos?

No sé, tal vez fue en los años cincuenta. En un bar de una ciudad con nombre difícil, pero triste (la tristeza nunca puede faltar), para prender mi último cigarro. Sí, en esta fumo, Sabina, pero sólo tabaco y no cincuenta como Cerati, pero sí los cinco reglamentarios. Y estabas entonces con un vestido rojo, tal vez, pero si no te gusta que sea de otro color y punto. Y yo me acerqué y me quité el sombrero y como quien no quiere la cosa te dije: «Oye, si Colón te viera.. si Colón te viera… lo siento, me olvidé el cumplido. Volveré a entrar a ver si me acuerdo» Y así entré cuatro veces más antes de decirte ¡Santa María, qué preciosa pinta tiene esta niña! Y tú otra vez, me frenaste y me dijiste que si yo era el pecado te volvías católica apostólica y romana en ese mismo instante.

¿Cómo fue?

Ya lo sé, querida. No fue nada normal, recuerdo. Fue un día de verano y ambos éramos jóvenes. Sí, teníamos la misma edad y éramos jóvenes. Yo jugaba con mis amigos en un parque y tú con tus amigos al otro lado. Por coincidencia, por casualidad o qué se yo, ambos grupos decidimos jugar a la gallina ciega por separado. Tú eras la gallina de ellos y yo era demasiado gallina para aceptar ser la de los míos. Pero jugamos de todas maneras y sin querer nos chocamos y nos golpeamos la cabeza y fue brutal (y algo bizarro) porque yo sangré mucho y mi sangre te manchó el vestido.

─Hola, me llamo Carlos. Creo que tienes mi sangre, ¿me la puedes devolver?
─Oye, no, tú ahí en la frente tienes demasiada. No seas egoísta.
─Ya, pero esta se está regando por el suelo y necesito esa para vivir.
─Ay, qué malo, encima que me manchas el vestido, encima que arruinas mi ropa, quieres que te devuelva la sangre que me he encontrado. No.
─Lo siento. Oye, ¿cómo te llamas?
─O. Sabina O.
─¿O Sabina, O Sabina, O Sabina, O Sabina, O…?
-Sí.

Así fue, estoy seguro. Y si me equivoco, querida, no importa, ya habrá forma de conocernos otra vez.